Las Cofradías de Pasión se han desvirtuado

Alto Guadalquivir año 1988

 

LAS COFRADÍAS DE PASIÓN SE HAN DESVIRTUADO

Hace ya muchos años, concretamente el febrero de 1961, se publicaba en el número  19 de la revista giennense “CARA Y CRUZ” un admirable artículo de Rafael Ortega Sagrista, que por su plena actualidad, recobramos hoy. Ninguna voz más autorizada que la de Rafael Ortega Sagrista, para dirigir esta auténtica meditación sobre lo que es y lo que debe ser la Semana Santa de Jaén. Que sus palabras, repletas de contenido cristiano y henchidas de amor hacia el Jaén auténtico, nos sirvan para tomar conciencia de cual debe ser nuestra postura ante la Semana Santa de 1988.

 

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Llega la Semana Santa y en muchas casas vemos una túnica de nazareno planchada, limpia, dispuesta para la procesión. Nos vestimos de nazarenos, de penitentes, nos incorporamos a la cofradía y alumbramos toda una tarde procesional, sin saber quizás, por qué lo hacemos. Y es que al haberse perdido la finalidad que tuvieron en sus comienzos las hermandades, han quedado hoy día tan desvirtuadas, en situación tan artificial, que llegamos a dudar de su necesidad. Sin embargo, el nazareno, en su origen y en los largos siglos de piedad subsiguientes, era la cristalización de una intensa vida de cofrade, seguida durante el año, día por día, hasta su muerte.

Las Cofradías de Pasión nacieron en la primera mitad del siglo XVI, y desde un principio, sus hermanos tuvieron una hermosa misión de piedad que cumplir, la cual se intensificaba a través de la cuaresma con ayunos y abstinencias y la incorporación a los cultos dedicados a las sagradas imágenes de sus hermandades.

Así, llegado el día de la procesión, los cofrades se revestían con sus túnicas. Y decimos “revestir”, porqué la túnica era algo más serio que el vestirse un traje cualquiera. La túnica era un hábito bendito que se guardaba con amor durante el año y sólo se ponía en los vestuarios preparados al efecto en las iglesias para salir a la calle en procesión y quitársela al volver al templo.

La túnica acompañaba durante toda la vida a los cofrades, y muchas veces también en la muerte, dispuesta para mortaja, ejemplo que siguió el célebre maestro de cantería Andrés de Vandelvira, que mandó enterrarse con la túnica de la Santa Vera Cruz, de la cual era hermano muy devoto.

Se confeccionaban las túnicas con tejidos bastos y groseros; de angeo sin curar, de lienzo, de rúan o de percal. Sus colores, sólo el blanco, el negro o el morado, siempre acordes con la liturgia. Se las ceñían con hiscales de esparto, con cuerdas de lino, con ceñidores de pita.

Al principio, las túnicas eran cortas, llegaban a media pantorrilla, a fin de no amparar contra el frío, tal como las vemos en las pinturas de antiguas procesiones, incluso en algunos dibujos de Goya. Por la espalda se podían abrir fácilmente, para que los penitentes recibiesen la disciplina. La cabeza se cubría con un cápiro cuya punta colgaba hacia atrás. Se tapaba la cara a fin de guardar anónimas las promesas y evitar posibles vanidades.

Había hermanos “de sangre” que se disciplinaban unos a otros, en fila, durante la procesión; hermanos “de luz”, que se limitaban a alumbrar con cirios; “palieros” que llevaban las varas del palio; “guizqueros”, encargados de las andas; “bocineros”, “limosneros”, de “insignia”. La cofradía se heredaba de padres a hijos, y a veces era difícil ingresar en ella.

Muchos penitentes iban descalzos (el suelo de las calles era infame), pero a los cofrades de edad o que no gozaban de salud, se les permitían esparteñas o sandalias, sin medias, desde luego. No hablaban entre sí y rezaban, cantaban salmos; y seguían devotos la estación, visitando cinco iglesias en la carrera, tantas como las Llagas de Cristo crucificado. El cofrade hacía honor al nombre de penitente con que se le designaba.

Con las cofradías de Jesús Nazareno, camino de la crucifixión, nacidas en los Conventos de Carmelitas reformados a fines del XVI, se inicia la costumbre de llevar los hermanos cruces a cuestas. Las túnicas son moradas, con una soga al cuello y entonces empieza a llamárseles “nazarenos”, nombre que se hace extensivo a las demás cofradías.

Las cruces se cuelgan en los portales de las casas y allí permanecen todo el año, saludadas con devoción por quienes entran y salen de las casas. La noche del Jueves al Viernes Santo se descuelgan con reverencia y cargadas sobre los hombros de sus dueños, “nazarenos” expiantes todos acompañan a Jesús en el camino del Calvario durante la dramática madrugada del Viernes de Agonía.

Es ya muy a finales del XIX cuando la fantasía se inicia, surgen las capas, los guantes, los cordones de seda y los distintivos complicados. Pero todavía se conserva la severidad y el buen gusto. Tienen que pasar veinticinco años para que se generalicen las túnicas de terciopelo y se inventen la de tisú, de raso o de damasco. Entonces se bordan con hilos de oro y se combinan los colores sin respeto a la liturgia. Zapatos con hebillas de plata, guantes de fina piel, borlas a la italiana..., el penitente y el “nazareno” tradicionales han dejado de serlo. El lujo los han desvirtuado. Llevan cirios eléctricos de luz fija y pobre, que no se consumen ni huelen a cera y pabilo de vela. Convertidas en desfiles suntuosos de viejas y sencillas procesiones, sus cofrades pasan a ser simples elementos decorativos...

De este modo, las cofradías de Pasión, hoy llamadas de Semana Santa, han degenerado de tal manera que ya no son ni sombra de las de antaño. Se han olvidado los fines piadosos que perseguían al fundarse, se han desorbitado y ahora son, salvo raras excepciones, un espectáculo teatral, bellísimo a veces (algunas veces), pero sin más trascendencia ni espiritualidad.

Con frase atinada se lo hemos oído decir a un virtuoso párroco de Jaén: “Las cofradías –advierte- fueron en su principio como frascos preciosos conteniendo riquísima esencia. La esencia se ha evaporado y sólo queda el frasco”.

¡Frascos vacíos! Objetos inútiles por bellos que sean. No sirven para nada, si no es para ostentación.

¡Triste final el de las cofradías españolas de Pasión, piadosísimas hermandades surgidas para santificar a los fieles, ejercer la caridad y acercarlos a la Iglesia, a Cristo, a su Madre Dolorida!

Pues las cofradías de Pasión se crearon en los conventos de religiosos, a través de las órdenes terceras, llegando estas a adjudicarse determinadas advocaciones. Los franciscanos fundaron las antiquísimas cofradías de la Santa Vera-Cruz; los carmelitas calzados la del Santo Sepulcro; los mercedarios la de la Soledad de María: los carmelitas descalzos, las de Jesús Nazareno cargado con la cruz, y así otras varias. Los estatutos eran parecidos o iguales para las cofradías de la misma orden.

El fin de estas cofradías era mantener vivo el recuerdo de la Pasión de Jesús, la santificación de sus hermanos, el aumento del culto divino y el ejercicio de obras piadosas. Se visitaban a los cofrades enfermos y se socorría a los necesitados. Se sostenían a veces hospitales particulares de la hermandad, montepíos y otras instituciones benéficas (Hospital de la Vera-Cruz, Sacro y Real Monte de Piedad de la Congregación del Santo Sepulcro de Jaén). Asistían los cofrades al viático y al entierro de sus hermanos, con el guión o estandarte propio al frente, y se aplicaban misas por el alma de cada uno de los fallecidos.

La procesión era el vértice en que culminaba una cuidada preparación espiritual que se intensificaba en Cuaresma. Los hermanos acudían confesados y comulgados, y recibían una exhortación aprobada antes de empezar la procesión. Las procesiones eran de penitencia todas. Había hermanos de luz y de sangre. Los de sangre se disciplinaban. Otros asistían descalzos o con cruces. Se prohibían los guantes y el calzado cómodo. El itinerario se hacía en silencio. Eran verdaderas procesiones, no “desfiles procesionales” como hoy grotescamente se les llama. Se solían visitar cinco iglesias, por lo que se decía “hacer la estación”.

Se tenía además muy en cuenta la liturgia en los colores de las túnicas (negro siempre para Cristo muerto, en los nombres de las Cofradías y sus “pasos”, en los gallardetes y hasta en la cera amarilla el Viernes Santo, blanca para la Virgen, encarnada en las cofradías sacramentales, como las de la Santa Cena).

La riqueza y el mal gusto de la electrificación verbenera en las procesiones de hoy se desconocía. Se hacía gala de usar buen incienso y se elegían con lógica los distintivos de las hermandades, y hasta las flores para adornar las imágenes. (En Sevilla había un huerto de naranjos dedicado a producir flores de azahar para el “paso” de Nuestra Señora de la Concepción).

¿Qué ha quedado de todo esto? Bien poco. Hoy, la mayor parte de las cofradías tienen por objeto el contribuir al esplendor de las procesiones. Así lo declaran algunas en sus estatutos y se quedan tan tranquilas. Y entonces viene la competencia entre sí, más propia de equipos deportivos que de asociaciones religiosas. Y se desborda el lujo, y se gasta medio millón o más en un trono dorado o de plata para llevar una imagen hecha por un santero (parece que las imágenes no interesan) que muchas veces no tiene ni un modesto retablo en su templo.

Pero lo principal es la procesión, su lucimiento, su “desfile” por la “carrera oficial” como si en las demás calles las imágenes no mereciesen ese respeto. Tal vez si el carnaval continuará celebrándose no se habrían fundado algunas cofradías. Y las tertulias de amigos que las crearen, en lugar de tronos montarían carrozas para el paseo de coches, y en vez de túnica inventarían disfraces, aunque fuesen de astrólogos con sus cucuruchos. Al menos, ésa idea provocan algunas procesiones que vemos “desfilar”, con pena...

Muchos católicos lo han comprendido así y se apartan de tanta bambolla. Y buscan su contacto con la sublime Pasión del Señor en otras direcciones. Lo buscan y lo hallan en el silencio íntimo de los ejercicios espirituales; en las meditaciones evangélicas; en los Vía-Crucis cuaresmales; en la sosegada guardia ante el monumento eucarístico; en la asistencia a los Divinos Oficios, al ejercicio de tinieblas, del mandato...

Quizá algún día se recapacite y se devuelva a las antiguas cofradías su auténtica y tradicional espiritualidad, que una evolución mal entendida les ha hurtado.

 

Rafael ORTEGA SAGRISTA

Del Instituto de Estudios Giennenses

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