El Incienso

Alto Guadalquivir año 1985

 

EL INCIENSO

 

El tiempo de Semana Santa es un tiempo que exalta nuestros sentimientos más íntimos. Un tiempo sentimental.

Coincide la pasión del Señor con el inicio de la primavera, con el despertar de la naturaleza, con días que se alargan en tardes sensuales, tibias, de color violado, como la liturgia de este santo ciclo de cuaresma.

Por eso la Semana Santa en nuestra Andalucía se vive tan profundamente. En la piel y en el alma. Es el contraste de la pasión y muerte de Cristo, y del dolor de su Madre, con nuestras ansias de renovación, de goce, de ese brotar de la vida que florece una vez más, llena de savia, de juventud, de fuerza.

No es de extrañar, pues, que todos los sentidos colaboren al espíritu pasionista que por esas calendas nos arrebata, nos envuelve, nos lleva a vivir con ansiedad aquellas conmemoraciones del dramático final humano de Jesús.

Recréanse los ojos en las solemnidades litúrgicas de los oficios divinos, en las procesiones nimbadas de flores, de penitencias y de luces, todo movimiento y compás.

Escuchamos las marchas cadenciosas y descriptivas que dan escolta al dolor de Nuestra Señora, las desgarradas saetas y las músicas agudas de los clarines; el redoble acompasado de los tambores que siguen a los “pasos” del Señor, desde el huerto de los olivos al sepulcro, pasando por las malas posadas de pretorios y tribunales.

Gustamos en la dulzura del hogar los majares cuadragesimales, condimentados al gusto de la cocina giennense, platos de pescados, de espinacas, de encebollados, de cremoso arroz con leche acanelados. Y el suave paladar del chocolate con ochios, de las magdalenas de aceite que rebosan doradas sus moldes, o los hornazos gustosos y ahogadizos.

Y hasta el tacto, diríamos que aprecia en esos días sensaciones, como el roce de las palmas afiladas que llevamos el domingo de ramos, o los cirios que nos queman con sus gotas ardientes, o los finísimos terciopelos de túnicas y faldones, que nos atrae alisar, sedosos, acariciantes...

Queda por último el olor a Semana Santa, y ese olor diríamos que es triple en esencias: las flores, la cera y el incienso.

Las flores que derraman su esplendor en el silencio de los sagrarios, o en el lujo de las procesiones. Y la cera que se mezcla con ellas, emerge de ellas, y se complementa en los altares y en las canastillas de los “pasos”.

Por último, nos queda el incienso, ese incienso que, después de invadir los templos hasta lo más alto de sus bóvedas, sale al exterior, precede a las imágenes, y perfuma el ambiente, las calles y las plazuelas por donde hacen estación las cofradías pasionistas. Esas callecitas procesionales incensadas de punta a punta, donde a veces el aroma es tan intenso –dice un escritor sevillano- que se diría que todas las puertas de las iglesias han permanecido abiertas de par en par sin cerrarse nunca.

Además, el incienso, a la vez que unge, y perfuma y embellece las imágenes. ¿No habéis visto venir un “paso” de misterio, un “paso de palio”, a través de la niebla del incienso?

Nubes azuladas, volutas barrocas, corolas tornasoladas, bocanadas que trascienden a esencias cuaresmales, que envuelven los “pasos” y parecen irreales, como flotando en un vapor que lima contornos, matiza colores y convierte las luces en resplandores esmerilados.

Pasan los acólitos, con sus caritas infantiles sus sotanillas y esclavinas o revestidos de dalmáticas recamadas, muy serios, conscientes de su misión, y forman corros para recebar el braserillo con dorados granos que uno lleva en la naveta de plata, o atizar las ascuas con discos de carbón. Y percibimos el rumor de las cadenillas al levantar la tapa, al voltearlos entre un crujir de chispas, o al balanceo rítmico, arrojando vaharadas de incienso a la imagen que viene detrás.

Es preciso acudir a la carrera de Jaén, a ver como avanza el Nazareno en la madrugada del Viernes Santo, velado por la niebla de ese piadoso incienso que es como una caricia a su padecer.

O contemplar el “paso”de palio” de Nuestra Señora de las Siete Palabras, bajando por la calle Colón, la cruz del castillo enriscada al fondo, y el tul azulado de los incensarios entre el temblor de las llamitas de su candelería.

O el adiós al Drama, cuando pasa la urna encristalada del Sepulcro, como un dorado fanal enlutado por las gasas del incienso.

Es como considerar la vida humana de Jesús entre dos oros, inciensos y mirras. Entre la ofrenda generosa de los Magos en Belén, y el broche final de la pasión y muerte. Ese broche que en estas tierras del Sur nosotros decoramos con el oro de las potencias, de los mantos bordados, de los “pasos” dorados; que nosotros adobamos con la amargura de la mirra en el sufrimiento de nuestras Dolorosas, o en la sagrada mortaja de Cristo, que nosotros ungimos con el olor del incienso cuando pasan por las calles de Jaén las imágenes veneradas...

 

 

Rafael ORTEGA SAGRISTA

Del Instituto de Estudios Giennenses

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