La Cera

Alto Guadalquivir año 1987

 

LA CERA

 

Hay un tríptico muy ornamental en las procesiones pasionistas de nuestra Andalucía: la cera, el incienso y las flores. Los tres elementos se complementan en arte, en perfume y en espiritualidad.

Hemos escrito del incienso. También sobre las flores tenemos hecho un trabajo. Hoy es la cera el objeto de nuestro relato.

El Obispado de Jaén fue siempre tierra de montes y flores fragantes; de abejas y de colmenares. De cera, en suma. Y es Andújar y su Sierra Morena la que se lleva la palma en esta producción; la que abastece a nuestros templos y a las hermandades de Semana Santa.

En los templos, desde el tenebrario con sus catorce bujías amarillentas y la blanca de El Salvador en el oficio de tinieblas, hasta las velas del monumento, albas, finas, puras, crujiendo levemente en el silencio de los sagrarios. Esas velitas delgadas, esbeltas, selladas de oro por la cerería, que se consumen en los conventos, costeadas peseta a peseta mediante tímidas demandas.

En las hermandades pasionistas, desde los altares rutilantes de sus novenas, sus septenarios o quinarios, deslumbrantes de hachones y cirios que arden y crepitan entre flores y gasas de incienso, a las procesiones penitenciales, con sus largas filas de luces y las candelarias de sus “pasos”.

 

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La cera es una constante que nos sale al paso en cualquier ojeada que demos a los archivos cofradieros.

1737. La Cofradía de la Soledad alquilaba cien velas a la parroquia, para el acompañamiento. Al frente iba el guión con seis bastoneros y seis blandones que mermaban cinco libras y cuatro onzas de cera durante la procesión, costando luego cuarenta reales su limpieza. Y al regresar a San Ildefonso se colocaban seis velas de a libra, o doce de a media, en torno al Sepulcro, que se consumían en el santo silencio de la noche del Viernes al Sábado de Gloria, arrojando medrosos y mortecinos fulgores bajo las naves ojivales del templo.

1781. La Congregación del Santo Cristo de la Clemencia poseía dos arcas para la cera. Una con cien blandones de a dos libras, y otra con una porción de velas menudas. Y se gastaban más de setecientos reales de cera en pan, que los cofrades labraban y sellaban con el hierro de la Hermandad.

1792. Por costumbre la sagrada imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno llevaba inmediatos dos blandones que le manchaban la túnica y salpicaban a los hermanos guizqueros que conducían las andas. Fue preciso, en 1832, traer de Granada cuatro “bombas de cristal”, colocándolas con sus pedestales y coronas de latón dorado como lo estaban en la custodia de la Catedral.

Y a cada escuadra se entregaban, desde 1788, treinta velas de a libra, y las necesarias a los padres carmelitas que asistían a la procesión.

 

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¿Y qué decir de aquellas mujeres que recorrían casas y casas, subían y bajaban escaleras, incansables, para comprar una vela con que alumbrar a Jesús? Y andaban toda la madrugada del Viernes Santo detrás de su Cruz en cumplimiento de una deuda espiritual. Y se ponían perdidas de gotas de cera, o se quemaban los velos en un descuido, o se herían los pies descalzos Pero sentiánse liberadas de su peso, y si les quedaba un trozo de cirio lo guardaban y lo encendían durante las nubes, en las enfermedades o en situaciones apuradas.

¿Cuánta fe, perdida hoy, casi olvidada, sustituida por... nada?

Pero la cera tuvo siempre un enemigo en Jaén: el aire. El aire que apaga las velas en las filas del acompañamiento y que hay que volver a encender. Que sopla a los cirios, a la candelería de los “pasos”... La procesión gana un noventa por ciento cuando lleva la cera luciendo, bien al atardecer, bien a la noche, o en la alta madrugada. La cera es luz viva. Por eso, en las procesiones nocturnas, embellecen los rostros de las mujeres y les agracia y anima su expresión.

Las llamitas parpadean entre el revuelo de capas de los nazarenos, en las filas inquietas de las mujeres. En tanto desaparecen semi-escondidas, como vuelven a ser flores de luz. Y van dejando un espeso reguero de gotas ardientes que forman en la calzada largas y blandas alfombras paralelas.

Casi siempre los cirios son blancos, marfileños, con una contera de color. Pero a veces la Expiración los lleva morados; las Angustias azules, y en otras cofradías los vimos verdes. Y si hubiera alguna Sacramental los llevaría encarnados.

En los “pasos”, la cera encendida se protege con bellos guardabrisas y tulipas. O dentro de globos y faroles encristalados. Vemos, de lejos, sobresalir sobre el gentío las canastillas de los tronos, cuya candelería oscila arrojando mortecinos resplandores a las sagradas imágenes. O nos asombran los grandes faroles de galeote antiguo en el ·”paso” de Jesús Descendido, con sus llamas altas y rectas, defendidas por los cristales que espejean.

Es un derroche de cera el de estos días de Semana Santa. Un generoso derroche para alumbrar dignamente los misterios de la Pasión del Señor. Pero, quizá, donde más se acentúa es en la candelería de los “pasos de palio”, como cañaverales de cera blanca y ardiente, que se consume y da vida a las tristezas de Nuestra Señora, y hace más real su dolor y más expresivas sus manos.

 

“La cera que lleva el paso

no es cera, que es luz divina,

que contigo va llorando,

alumbrándote el camino

que le lleva hacia el Calvario”

escribe Sánchez Dubé en una ilustración de su Viernes Santo sevillano.

Porque el “paso de palio”, antes de aparecer por una esquina o por la angostura de una calle, ya se presiente, ya se adivina, por el resplandor que reverbera en las cales de las fachadas, en los muros de las casas. Y cuando se manifiesta es un verdadero fanal, caliente, una fascinación llena de vida, que arde como la fe y nos invade con su luz y el amor de María; sus velas rizadas, con sus candelabros de cola, con el oro bordado que rebrilla.

Y el olor de la cera se aúna entonces con el del incienso, con el de las flores que sobresalen en mazos de claveles, en ramos oscilantes, que van dejando a su paso un trasunto, un testimonio aromático que se traduce en los blandos, en los dulces compases de la música, que viene detrás.

 

 

Rafael ORTEGA SAGRISTA

Consejero del I.E.G.

de la Real Academia de la Historia

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